El segundo mandamiento de la Iglesia, al que nos hemos referido en las
catequesis de los anteriores viernes es una preparación para el tercero:
Comulgar al menos por
Pascua de Resurrección (1)
Pascua de Resurrección (1)
Por razones sobre todo de extrema
reverencia a este sacramento, y de temor a no recibirle de manera
adecuada, haciéndose uno “reo de muerte” como afirma el apóstol San Pablo, la
comunión fue durante siglos privilegio solo de almas muy selectas, que
comulgaban cuando mas una vez en semana, con permiso del confesor precedida siempre de la penitencia
sacramental. El pueblo fiel fue distanciándose así de la comunión, por lo que
la Iglesia hubo de obligar bajo precepto grave al “mínimo” de comulgar una vez
al año, a cumplir en la Pascua “florida”.
La devoción al Sagrado corazón de Jesús, de la mano de Santa Margarita
Maria de Alacoque, la restauración litúrgica del siglo XIX, y a la doctrina del
Papa San Pio X (que permitió comulgar a los niños), fomentaron una vuelta a la
comunión, incluso diaria, garantizadas las debidas condiciones. De esta manera,
poco a poco las almas fervorosas fueron acercándose con mas frecuencia a la
Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, culmen y fuente de
todo el culto y de toda la vida cristiana, donde está presente el mismo
Jesucristo físicamente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Superada aquella época de “mínimos” eucarísticos, nuestro peligro hoy es
el contrario. Por diversas razones, la comunión se ha convertido en algo tan
frecuente que uno puede ir a tres misas el mismo día y comulgar en las tres “como si tal cosa”, pues
a fuerza de “frecuencia”, la comunión se ha convertido para muchas personas en
algo “rutinario” y casi sin valor.
El precepto de “comulgar al menos una vez al año” sigue en uso para aquellos católicos menos
“devotos”, o reacios a acercarse con frecuencia por diversas causas a este “banquete sagrado,
en que Cristo es nuestra comida, el alma se llena de gracia y se nos da la
prenda de la gloria”, pero para los que comulgamos con frecuencia tiene que ser
una invitación comulgar mejor, porque comulgar es el acto más sublime que
podemos hacer en la vida, pues es recibir nada menos que Jesucristo, Dios,
infinitamente poderoso.
Las condiciones requeridas por la Iglesia para hacer una comunión
fructífera siguen siendo las misma de siempre, pues nadie las ha cambiado
nunca:
1º Saber a quien recibimos.
2º No tener pecado mortal en el alma, lo que se logra con la previa
confesión sacramental, y
3º Haberse abstenido de tomar “cualquier alimento y bebida al menos
desde una hora antes de la sagrada comunión”, pequeño signo que expresa que
vamos a hacer algo grande, y de respeto al Señor que entra en el cuerpo del que
comulga.
Comulgar en pecado mortal es un grave sacrilegio, que no sólo impide
recibir todas las gracias que Dios concede a los que comulgan bien, sino que
aparta terriblemente a Dios del alma, poniendo en peligro su propia salvación.
Es el mismo San Pablo el que enseñaba, y es palabra de Dios, que “quien coma el
pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre
del Señor (1 Cor 11, 27)”. Apartémonos nosotros de esta maligna práctica,
desgraciadamente tan extendida en nuestros días en amplios sectores del pueblo
de Dios, y procuremos por todos los medios recibir al Señor “con pureza de
conciencia, dignamente preparados”.
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