Un chaval, mientras está dándose un chapuzón
en la playa de Pientzia, es arrastrado por una corriente de remolino; en cuanto
se ve en peligro, grita: ¡mamá, mamá! Agita los brazos como puede, pidiendo
auxilio desesperadamente. Con dificultad, de vez en cuando, logra sacar la
cabeza y puede ver en la orilla a su madre, que pacíficamente broncea su piel
en una hamaca. Su única esperanza es que su madre le oiga y haga lo que sea por
rescatarle. Vocea más y más; por fin, su madre oye los gritos que la llaman. Se
incorpora y ve las circunstancias de su hijo, y se vuelve a tumbar mientras
piensa: ¡con lo fría que está el agua, yo no me meto ni loca! ¡Otra vez -si es
que sale de ésta- que no se meta tan adentro!
¡Increíble!, pensará quien lea este suceso;
¡no puede ser verdad! ¡Eso no es una madre, es un monstruo! Es tan increíble,
efectivamente, que no es verdad. Pero si no es posible que una madre se porte
así, menos posible es que grites interiormente a María: ¡Madre mía, ayúdame!, y
que Ella pase de ti.
Madre
mía, perdona todas las veces que te he tratado con desconfianza, o como si no
me escuchases; o, lo que es lo mismo, como si pasases de mí, como si no fueses
realmente mi madre. Sé que basta con que te diga una sola vez ¡Madre mía! para
que no pares hasta conseguirme lo que necesito. Y si no me lo consigues es que
claramente, de momento, no me conviene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.