Es una pregunta que me
hago con frecuencia (tomando prestado, y transformando en interrogativo el célebre
verso de Bécquer) mirando la nave de la iglesia parroquial, y recordando a
tanta gente “desaparecida” desde que comenzó esta desgraciada pandemia, que,
también, tenemos que reconocerlo, tiene mucho de “plandemia”, y que está sirviendo para transformar el mundo y
acelerar el final de una era. Bécquer tenía a su favor para estar tan
convencido de la vuelta de las golondrinas, que la naturaleza siempre cumple
sus ciclos, y que, por eso, con la llegada de la primavera, volverían a colgar
los nidos en el balcón; es lo que ha ocurrido siempre, invariablemente, porque responden
a sus instintos, y a un código grabado en su ADN, que las lleva, cuando el
reloj de la biología marca la hora, a volver una y otra vez para cumplir con el
ciclo de la vida.
Pero en el mundo de la fe
no ocurre lo mismo, y por eso yo no estoy tan confiado que “las golondrinas”
–nuestros feligreses-, vuelvan a los “nidos” de la fe y de la religión, al
menos como lo hemos entendido hasta ahora.
Esta pandemia ha dejado
al descubierto muchas cosas, entre ellas, el poco fundamento y la poca hondura
de las raíces de la fe de una parte importante de nuestros feligreses, que han
preferido abandonar toda práctica
religiosa comunitaria –que a veces era incluso diaria- por el miedo a un posible contagio, y esto a
pesar de que las iglesias han sido lugares seguros, entre otras cosas porque se
han cumplido con sencillez, constancia y eficacia, todas las prescripciones
sanitarias como en ningún otro sitio.
Recalco lo de práctica religiosa comunitaria, porque
yo no entro a juzgar sobre la fe privada de nadie. Yo no sé lo que cada uno
reza en su casa, ni las veces que su corazón se eleva a Dios, ni el culto que
cada uno le tributa en el ámbito de su hogar. Pero es evidente que la fe comunitaria ha quedado tocada y
debilitada por la pandemia, basta con darse una vuelta por nuestros templos. La
religión, o es social, o deja de ser religión como tal, para convertirse en un
sentimiento que comienza y acaba en la propia persona, fomentando el
individualismo espiritual. El beato Manuel Domingo y Sol expresó muy bien el
carácter social de la fe y de la religión con aquella frase suya tantas veces
citada: “No estamos destinados a salvarnos solos”.
Es cierto que la religión
no se reduce a las prácticas en el templo, pero no es menos cierto que cuando
la fe no se alimenta de celebraciones comunitarias, tiende a menguar, a
convertirse en sentimentalismo o en pernicioso espiritualismo. En la fe, como
en todo, necesitamos los unos de los otros. Necesitamos sentir que creemos en
el Mismo, que esperamos en el Mismo, que amamos al Mismo. Y esto ocurre, cuando
lo expresamos juntos en las celebraciones comunitarias de la fe, que no pueden
ser sustituidas por celebraciones virtuales, pues eso, a la larga, es imposible
que alimente la fe de nadie.
Tengo la impresión que, en
lugar de acercarnos más a Dios, como ha ocurrido a lo largo de toda la historia
en las desgracias colectivas, en esta ocasión ha ocurrido exactamente lo
contrario, y las iglesias se nos van quedando vacías. Nos han desaparecido
demasiados feligreses de los que eran habituales, y hasta parecían firmes en la
fe. De durar esto mucho más, me temo que acabaran desapareciendo muchas
costumbres religiosas, que hasta ahora eran sustento de la fe de una parte
grande de pueblo.
No, yo no tengo tan claro
como Becquer que volverán las oscuras
golondrinas de tu balcón los nidos a colgar. Yo no sé lo que va a pasar,
eso solo lo sabe Dios; yo solo digo lo que desde la parroquia observo día a día,
aunque sigo cierto, por pura gracia, que Dios
tiene poder para sacar hijos de las piedras; pero estamos a las puertas de
un nuevo curso y, la verdad es que no sé si tengo fuerzas ni ganas para
afrontar otro año más de pandemia, ni para gestionar constantemente una
pastoral parroquial en situación extraordinaria, cada vez con menos gente
dispuesta a dejarse la piel por el Reino de Dios, con menos feligreses en las
celebraciones, con menos entusiasmo en los que siguen, en la sensación de
soledad y abandono por parte de la institución (ella misma desnortada y “rara”),
y sin saber muy bien a dónde vamos ni a
lo que vamos.
Ojalá y yo me equivoque,
y vuelva de nuevo la primavera, y con ella las golondrinas, aunque no sean aquellas
que aprendieron nuestros nombres… porque esas no volverán.
Juan Manuel Miguel Sánchez
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.