De la «Mística Ciudad de
Dios». 3ra. parte, lib. VIII, cap. 21.
De sor Maria de Jesús de Agreda, mística española del siglo XVII
¿Quién es ésta, que va
subiendo cual aurora naciente bella como la luna, brillante como el sol,
terrible como un ejército formado en batalla? (Cant. 6, 9.)
El día tercero que el
alma santísima de María gozaba de esta gloria para nunca dejarla, manifestó el
Señor a los santos su voluntad divina de que volviese al mundo y resucitase su
sagrado cuerpo uniéndose con él, para que en cuerpo y alma fuese otra, vez
levantada a la diestra de su Hijo santísimo, sin esperar a la general
resurrección de los muertos.
La conveniencia de este
favor y la consecuencia que tenía con los demás que recibió la Reina del cielo
y con su sobreexcelente dignidad, no la podían ignorar los santos, pues a los
mortales es tan creíble que, aún cuando la santa Iglesia no la aprobara,
juzgáramos por impío y estulto al que pretendiera negarla.
Pero conociéronla los
bienaventurados con mayor claridad, y la determinación del tiempo y hora, cuado
en sí mismo les manifestó su eterno decreto y cuando fue tiempo de hacer esta
maravilla, descendió del cielo el mismo Cristo nuestro Salvador, llevando a su
diestra el alma de su beatísima Madre, con muchas legiones de ángeles y los
padres y profetas antiguos.
Y llegaron al sepulcro en
el valle de Josafat y estando todos a la vista del virginal templo habló el
Señor con los santos y dijo estas palabras: «Mi Madre fue concebida sin mácula
de pecado, para que de su virginal sustancia purísima y sin mácula me vistiese
de la humanidad en que vine al mundo y le redimí del pecado. Mi carne es carne
suya, y ella cooperó conmigo en las obras de la redención, y así debo
resucitarla como yo resucité de los muertos, y que esto sea al mismo tiempo y a
la misma hora, porque en todo quiero hacer a mi semejante».
Todos los antiguos santos
de la naturaleza humana agradecieron este beneficio con nuevos cánticos de
alabanza y gloria del Señor. y los que especialmente se señalaron fueron
nuestros primeros padres Adán y Eva, y después de ellos Santa Ana, San Joaquín
y San José, como quien tenía particulares títulos y razones para engrandecer al
Señor en aquella maravilla de su omnipotencia.
Luego la purísima alma de
la Reina con el imperio de Cristo su Hijo santísimo entró en el virginal cuerpo
y le informó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y gloriosa y comunicándole
los cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza, como
correspondientes a la gloria del alma, de donde se derivan a los cuerpos.
Con estos dotes salió
María santísima en alma y cuerpo del sepulcro, sin remover ni levantar la
piedra con que estaba cerrado y porque es imposible manifestar su hermosura,
belleza y refulgencia de tanta gloria no me detengo en esto. Bástame decir que,
como la divina Madre dio a su Hijo santísimo la forma de hombre en su tálamo
virginal y se la dio pura, limpia, sin mácula e impecable para redimir al
mundo, así también en retorno de esta dádiva la dio el mismo Señor en esta
resurrección y nueva generación otra gloria y hermosura semejante a Sí mismo.
Luego desde el sepulcro
se ordenó una solemnísima procesión con celestial música por la región del
aire, por donde se fue alejando para el cielo empíreo. Y sucedió esto a la
misma hora que resucitó Cristo nuestro Salvador, domingo inmediato después de
media noche; y así no pudieron percibir esta señal por entonces todos los
apóstoles fuera de algunos que asistían y velaban al sagrado sepulcro.
Entraron en el cielo los
santos y ángeles con el orden que llevaban, y en el último lugar iban Cristo
nuestro Salvador y «a su diestra la Reina vestida de oro de variedad, como dice
David, y tan hermosa que pudo ser admiración de los cortesanos del cielo.
Convirtiéronse todos a mirarla y bendecirla con nuevos júbilos y cánticos de
alabanza.
Allí se oyeron aquellos
elogios misteriosos que dejó escritos Salomón: «Salid, hijas de Sión, a ver a
vuestra Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los hijos del
Altísimo. ¿Quién es ésta que sube del desierto, como varilla de todos los
perfumes aromáticos? ¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, más hermosa
que la luna, electa como el sol y terrible como muchos escuadrones ordenados?
¿Quién es ésta que asciende del desierto asegurada en su dilecto y derramando
delicias con abundancia? ¿Quién es ésta en quien la misma divinidad halló tanto
agrado y complacencia sobre todas sus criaturas y la levanta sobre todas al
trono de su inaccesible luz y majestad? ¡Oh maravilla nunca vista en los
cielos!, ¡oh novedad digna de la sabiduría infinita!, ¡oh prodigio de esa
omnipotencia que así la magnificas y engrandeces!».
Con estas glorias llegó
Maria santísima en cuerpo y alma al trono real de la beatísima Trinidad, y las
tres divinas Personas la recibieron en él con un abrazo indisoluble.
El eterno Padre le dijo:
Asciende más alta que todas las criaturas, electa mía, hija mía y paloma mía.
Allí quedó absorta María
santísima entre las divinas Personas y como anegada en aquel piélago
interminable y en el abismo de la divinidad; los santos llenos de admiración,
de nuevo gozo accidental.
El Verbo humanado dijo:
Madre mía, de quien recibí el ser humano y el retorno de mis obras con tu
perfecta imitación, recibe ahora el premio de mi mano que tienes merecido.
El Espíritu Santo dijo:
Esposa amantísima, entra en el gozo eterno que corresponde a tu fidelísímo amor
y goza sin cuidados, que ya pasó el invierno del padecer y llegaste a la
posesión eterna de nuestros abrazos.
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