miércoles, 3 de junio de 2020

AQUELLO SI ERAN EPIDEMIAS


Hace unos días hemos celebrado la memoria de la Beata Matilde del Sagrado Corazón, figura insigne de la iglesia placentina, vinculada especialmente a Don Benito, pues aunque nació en Robledillo de la Vera y vivió su infancia, adolescencia y juventud en Béjar (ambas localidades del territorio diocesano), sin embargo fue Don Benito el lugar elegido por  Dios, para que “El Pensamiento”, como ella llamaba a la que sería su futura congregación, echara fuertes raíces, hasta convertirse en un árbol destinado a dar mucho fruto en el campo de la Iglesia.

En Don Benito además rindió su alma al Altísimo, un 17 de diciembre de 1902, unos meses después de aquel crimen que dio notoria y triste fama a la ciudad. Y aquí se veneran sus reliquias, en la capilla del Colegio Sagrado Corazón, por ella fundado.

Este año al celebrar la memoria de la beata, no he podido evitar traer a la memoria una “emergencia sanitaria” que vivió aquella primitiva y naciente comunidad de “azules” de Don Benito, con su fundadora a la cabeza: El cólera morbo de 1885. 

Repasando aquellos hechos, uno casi siente vergüenza de quejarse de lo que nosotros hemos vivido y “padecido”.

Había llegado Matilde a Don Benito providencialmente, como son todas las cosas de Dios, en 1876. Se había valido para ello la Providencia de un obispo de extraordinarias dotes de gobierno, santidad de vida y amor a la Iglesia diocesana que le había sido confiada, como fue Don Pedro Casas y Souto; y de una familia dombenitense que, haciendo gala de la extraordinaria generosidad calabazona, puso su hacienda al servicio de los más necesitados, tales fueron los hermanos Alguacil-Carrasco.



Unos años después de “arribar” a la que hoy con todo derecho es considerada “capital” de las Vegas Altas, en pleno verano de 1885, el cólera llamaba a las puertas de Don Benito, que iba a conocer uno de los episodios más negros de su historia. Dicen las crónicas de la época que solamente el día de Santiago –y me estoy refiriendo solamente a Don Benito-  murieron ¡39 personas! Cada jornada de aquel terrible verano fueron entre 15 o 20 los fallecidos, de tal manera que hubo que ampliar el cementerio, se acabaron los ataúdes, y los cadáveres eran llevados amontonados en carros al campo santo.

El archivo parroquial de Santiago, única y mamotrética parroquia entonces con 20.000 hab.(que entonces si eran casi todos católicos al menos de nombre) guarda ¡dos libros enteros de registro! con los fallecido por aquella epidemia, en total 537 persona, el 83% de las victimas mortales en Extremadura.

¿Se entiende ahora el por qué decía al principio que da vergüenza quejarse de lo que hemos “padecido”, y llamarlo “pandemia” aunque técnicamente lo sea?

En aquella situación dramática y terrible, M. Matilde y sus hermanas, con raíces aún muy superficiales en Don Benito, no se amedrentaron;  muy al contrario, la epidemia fue el crisol que purificó aquellas monjas, que la gente llamaba con el genérico nombre de “hermanas de la caridad” porque no sabían muy bien lo que eran, y que muy lejos de reservarse en su casa, se echaron a las calles con desprecio de sus vidas, porque sabían muy bien que la vida está en manos de Dios, y que no nos puede pasar nada que él no tenga previsto; y allí donde nadie se atrevía a entrar, entraban las “hermanas de la caridad” a llevar un poco de  consuelo, de salud y de dignidad.

El pueblo, que no es tonto y se da cuenta de las cosas, quedó edificado y admirado de la actitud de aquellas monjas de habito azul, pobre y remendado; y el ayuntamiento, como consta en las actas municipales tuvo que reconocer que:

 “… había tenido que apelar a los ángeles de esta vida de amarguras, las “hermana de la caridad” (sic), las cuales han levantado sentimiento de admiración de todos, penetraban con su dulzura evangélica en los hospitales, templo de la desgracia, y daban su esmerada y exquisita asistencia a los enfermos que allí se guarnecían afligidos por su desgracia”.

Si como decía Tertuliano, en la época de las persecuciones romanas, “la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”, aquella epidemia dio su “mártir de la caridad” a la Congregación de Amantes de Jesús e Hijas de María Inmaculada (como se llamaba entonces), para que creciera más vigorosa; esta “mártir” no fue otra que Sor María Briz Manzano, única de aquel grupo de Hijas de María que se presentó para oír misa en Santa María de Béjar el 19 de marzo de 1875, para después “encerrarse” en “Nazaret” y comenzar  a hacer realidad el “pensamiento” de Matilde.

Sor María Briz murió en Don Benito, contagiada del cólera por atender a los infestados, el 16 de julio de 1885 (¡que día tan bonito para nacer y morir!), no habiendo cumplido aún los 33 años; fue sin duda alguna para la naciente congregación “el grano de trigo que cae en tierra y muere, pero si muere da mucho fruto”.



Hoy nuestras condiciones de vida son otras, ciertamente: Las epidemias no se curan encendiendo hogueras por las calles, alimentadas de los enseres de las casas que se suponían contagiados, dejando si cabe más pobreza y peores condiciones de vida que las que ya había en muchos hogares; ni quemando azufre, provocando en las poblaciones un ambiente sumamente enrarecido y tétrico, que ya de por sí solo imprimía miedo. Que lejos todo esto de nuestras calles, desiertas estos días sí, pero convertidas todas las tardes a las ocho en una fiesta de balcones. Y nuestras despensas satisfechas de todo lo necesario para pasar de la mejor manera el “confinamiento” sin carencias de ningún tipo, que hasta han permitido multitud de chistes que tienen por tema los kilos "ganados" en estos meses.

La medicina de hoy y los medios hospitalarios nada tiene que ver –gracias a Dios-  con aquellas condiciones sociales y sanitarias de finales del siglo XIX.

Pero lo que si hay que reconocer es que nuestra fe es mucho más débil; vivimos tan esclavos del miedo a la muerte que hasta nos hacemos problemas de ir a la iglesia o comulgar, como si la Eucaristía que es Jesucristo mismo, que pasó por el mundo haciendo el bien y sanando enfermos, pudiera contagiarnos, y el Pan de Vida se convirtiera de vehículo de un virús de muerte. Cuanto perdón tenemos que pedirle al Señor, y cuanto hay que reparar por esa falta de fe en él y en su poder, y por tanta queja injustificada, sin pensar en los que lo pasan mucho peor que nosotros en países donde la pobreza es la autentica epidemia en la que nadie repara.

Y por eso le he pedido a la beata Matilde en su fiesta que nos libre de todos los miedos, porque el miedo no es de Dios; que nos enseñe a fiarnos más de él; y a no quejarnos nunca de nada, porque como dice Santa Teresa de Jesús el “no quejarse es el principio de la santidad”, y a la santidad es a lo único que estamos seguros que Dios nos llama a todos los bautizados.

Ojalá que pronto nuestra vida este del todo normalizada, para que podamos manifestar públicamente la fe sin las trabas que impone la situación.

Juan Manuel Miguel Sánchez
Párroco

(Algunas personas me han pedido que les hiciera llegar la homilía pronunciada este año en Santa María de Don Benito con motivo de la fiesta de la Beata Matilde.
Este texto es parte de la homilía, con algunos “arreglos” necesarios para publicarse a modo de entrada de este blog)


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