Comienzo
hoy mi décimo año como párroco de Santa María de Don Benito, encargo que me
encomendó el entonces obispo de la diócesis Don Amadeo Rodríguez Magro, hoy en Jaén.
La
fecha de la toma de posesión no fue puesta al azar. Busqué a propósito la confluencia que me ofrecía el margen que se me daba para ejecutar el nombramiento, y así elegí un domingo, día en que los cristianos celebramos cada semana
la Resurrección del Señor en torno al altar; domingo que además era el del Domund, jornada
especialmente querida para mí, y fiesta
de San Antonio María Claret, un gran santo misionero y devotísimo de la Virgen,
del que leemos todos los años en los maitines: “Aquel
que tiene celo desea y procura por todos los medios posibles que Dios sea más
conocido, amado y servido, en esta vida y en la otra…”
Tengo
que reconocer que si vine a Don Benito fue en virtud de la más estricta
obediencia, porque de gusto propio no me hubiera movido del que era entonces mi
destino; un destino que de alguna manera yo había propiciado, y en el que
llevaba demasiado poco tiempo. Medellín,
su historia apabullante, la sombra gloriosa de sus monumentos, sus héroes
legendarios y, sobre todo sus buenas gentes, habían ganado del todo mi corazón
sacerdotal; y había mucho campo que roturar, trabajo para tiempo, en lo
material y en lo espiritual, con prometedora cosecha y, por eso, la tarea era
grata y lo más parecido al ideal de “cura rural” que latía en el origen de la
vocación. Pero otra vez, cuando menos lo esperaba, la temida Voz resonaba en mi
vida por boca del obispo: “Sal de tu tierra…a la que yo te mostraré”. Cruz y
Gloria del sacerdote: De todas partes, sin ser de ningún sitio. Siempre en
camino. Sin morada permanente.
No
tengo, a decir verdad, buen recuerdo de aquellos primeros meses en Don Benito.
Me parecía que invadía un terreno extraño, que tenía sus dueños, donde nadie me
esperaba ni necesitaba y, por eso, todo
me resultaba grande, desconocido, cuesta
arriba y sin sentido. Y en el horizonte próximo siempre la silueta del
querido Medellín, como un reclamo poderoso, con el peligro que siempre tiene
volver la mirada atrás. Pero
Dios siempre tiene su hora. Poco a poco –como me ha pasado siempre- el Señor
fue suscitando en mí la conciencia clara de que este era “el lote de mi
heredad”, la voluntad de la Iglesia expresada por medio del obispo y, al
tiempo, fue derribando los muros en los corazones para acoger una nueva etapa,
y seguir construyendo entre todos, de manera sencilla e ilusionante, el Reino
de Dios, cada uno según los carismas y dones que Dios suscita en la Iglesia,
tan variados y tan distintos pero siempre confluyendo en el único ideal, “que
Dios sea conocido y amado”.
Al
volver la vista atrás, en este aniversario, doy gracias a Dios por las personas
que el Señor ha ido poniendo en mi camino para edificar la Iglesia, que se hace
concreta “en medio de nuestras casas”
por la acción de la parroquia, “fuente de la aldea”, en feliz expresión, que
mucho me gusta por lo simbólica, de San Juan XXIII.
Especialmente
doy gracias al Señor por los cinco años que viví en fraternidad sacerdotal y apostólica, pues Don Amadeo, sabedor de la necesidad y potencial
de la segunda ciudad diocesana en población, quiso enviar otro sacerdote -vicario parroquial- para incentivar la
actividad pastoral, especialmente en el sector joven. Fueron años preciosos de
actividades e iniciativas, enmarcadas entre las JMJ de Madrid y Cracovia, en una
época de amplia animación juvenil diocesana, muy lejos de la mortecina realidad
en que hoy se mueve este sector pastoral, en el que Don Benito tuvo en aquellos
años una presencia activa y destacada.
Una
extraña e inesperada decisión (que solo Dios sabe hasta qué punto hizo daño a
la pastoral) de quien ostentaba el gobierno diocesano en sede vacante, privó a
la parroquia del beneficio inestimable de un sacerdote vicario, sin el que se
sigue hasta el presente. Pero eso forma parte de las “espinas”, y esas me las
guardo solo para mí.
Como
es lógico, las formas de ver la realidad por parte de un nuevo obispo y, sobre
todo, el calendario de edades, que es implacable también con el clero y se
impone a toda buena intención, hacen que no
haya que ser demasiado avispado para augurar que, en no mucho tiempo, soplaran
seguramente nuevos vientos eclesiales en Don Benito; pero mientras tanto hoy, 24 de octubre, fiesta de San Antonio María Claret,
en la Misa, centro y núcleo de mi día y de la vida de la parroquia, renovaré el
deseo de seguir sirviendo con plena dedicación a la “heredad” que hace nueve
años me fue confiada, para pastorearla en el nombre del Señor, único y
verdadero dueño de la misma, cosa que en toda mi vida siempre he tenido muy clara.
A la oración de los
amables seguidores de este blog, que tienen la paciencia de leer estas lineas, me encomiendo. Oración más necesaria cuanto mayor es la pobreza e inutilidad, que no es poca.
Juan Manuel Miguel Sánchez
Párroco de Santa María
Don Benito
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