Esta mañana el carpintero ha estado "poniendo al día" el confesionario: Cepillando las puertas que arrastraban y hacían un ruido molesto, asegurando los apoyabrazos, engrasando las bisagras que chirriaban, colocando en las rejillas tela homologada de mascarillas.
El confesionario es uno de los "espacios celebrativos" del templo. Por eso, en el rito de la toma de posesión del nuevo párroco, es uno de los lugares que el obispo, o bien su delegado, le "entregan" como símbolo de sus tareas ministeriales, con estas palabras rituales: "En este lugar el Señor, a través de tu ministerio, realizará maravillas. Cuida, pues de reconciliar con Dios a los fieles que después del bautismo hayan recaído en el pecado, y a aquellos que acudan a ti deseando convertirse mas plenamente a Dios".
También el Código de Derecho Canónico, en el número 964/2 legisla sobre el lugar de la penitencia: "Por lo que se refiere a la sede para oír confesiones, la Conferencia Episcopal dé normas, asegurando en todo caso que existe siempre en lugar patente confesionarios previstos de rejillas entre el penitente y el confesor, que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen". Y en el apartado 3 del mismo canon dice: "No se deben oír confesiones fuera del confesionario, si no es por justa causa".
Desde que comenzó la pandemia no había vuelto a sentarme en el confesionario, utilizando como lugar para el sacramento de la penitencia la capilla de la Divina Misericordia, junto al presbiterio, espacio mas amplio y ventilado, para aquellas circunstancias en que la prudencia recomendaba toda clase de precauciones.
La capilla tenia sus ventajas e inconvenientes para cumplir este cometido. Un inconveniente serio son las tres escaleras que, para las personas mayores, son todo un reto y ¡un peligro!; por esta razón, y por otras, y sobre todo porque el confesionario es el lugar propio de la penitencia, me he vuelto de nuevo a él, una vez pasada la fase virulenta de la pandemia; y allí sigo, con toda precaución, con mi costumbre diaria de ofrecer a los fieles la posibilidad de reconciliarse, mientras se reza el Rosario o está expuesto el Santísimo. Unas veces hay mas penitentes, otras alguno, a veces ninguno, pero yo aprovecho ese tiempo para rezar el rosario, leer algún libro de espiritualidad, de los varios que tengo siempre en el confesonario, o simplemente para meditar o rezar en silencio.
Creo que estar allí no es ni mucho menos un "tiempo perdido". Muy al contrario, quizás sea el tiempo mas ganado de la vida ministerial, pues la misión principal de un sacerdote es llevar las almas al cielo, pues "¿de que sirve ganar el mundo, si se pierde el alma?" ( Mt 16, 26)
Antes de comenzar la pandemia, cuando la misa de las 12 se llenaba de niños, apretujados como sardinas en lata en los primeros bancos, en una de ellas -creo era cuaresma- en la que se leyó Evangelio del Hijo Prodigo, en la homilía, aproveche para explicar "a los niños" (te lo digo Juan para que lo entiendas Pedro) que, hoy, esa parábola sigue haciéndose realidad cada vez que un fiel, contrito y arrepentido, se acerca al confesionario y dice "bendígame padre, porque he pecado"; para "escenificar" aquella predicación y captar la atención de los niños, llevé en una especie de "procesión", y coloqué en el confesonario, un cuadro alusivo, que allí sigue al día de hoy, para recordarme a mi, y a quien lo mira que Dios no se cansa nunca de esperar y perdonar, porque es la misericordia infinita.
Ya sé, que no está de "moda" confesar ni confesarse, y que, como dicen algunos, el confesionario se ha cambiado por la consulta del psicólogo (aunque no esté yo muy de acuerdo en esta afirmación, porque son cosas muy distintas). Pero acudir a este sacramento cuando se necesita porque se ha pecado gravemente, o llegarse a él con alguna establecida frecuencia como "medicina del alma", sigue siendo indispensable para progresar en el camino de la vida cristiana.
Cuando hoy la fe y la practica religiosa están en unos niveles tan alarmantemente bajos, habría que revisar que trato estamos dando a este sacramento, que es esencial para la "salus animarum", y cual es la practica pastoral en las parroquias respecto a él; pues tengo para mi que, en demasiados lugares de culto, es imposible encontrar un confesor sentado en el confesionario; y me da la impresión que con tantos "geles" y medidas higiénicas, y con tanta fuerza como se pone hoy en las iglesias en advertir de la necesidad de "cumplir todas las medidas sanitarias" -aburrida y rutinaria coletilla omnipresente en todos los prospectos- se nos haya olvidado que el alma también necesita sus cuidados, y que de nada sirve ganar el mundo, si se pierde el alma.
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