lunes, 15 de noviembre de 2021

NOS QUEDAMOS DE NUEVO SIN OBISPO


 

Esta misma mañana se hacía pública la noticia del nombramiento del que hasta ahora era obispo de Plasencia, Monseñor José Luis Retana Gozalo, como obispo de Salamanca y de Ciudad Rodrigo. El Papa ha decidido, digámoslo así, “ahorrar” un obispo a España, y ha unido “in persona episcopi” –así se dice técnicamente- las diócesis de Salamanca y Ciudad Rodrigo; galimatías de difícil comprensión, al menos visto desde fuera, pues nadie entiende que se gana con eliminar un obispo, manteniendo catedral, cabildo, curia, y seminario, que son las instituciones que dan entidad a una diócesis. Parece que más que una solución, lo que se consigue es complicar la vida de un obispo, que tendrá que asumir el descontento popular de una porción de sus diocesanos, a los que ha caído como jarro de agua fría la nueva situación (tampoco tan nueva para Ciudad Rodrigo), y agregar en su haber kilómetros de coche y carretera, y reduplicación de celebraciones.

Plasencia queda de nuevo huérfana de pastor. Vuelve otra vez la sede vacante, el administrador diocesano, la suspensión prácticamente de la vida administrativa (pastoralmente hablando) que quedará reducida por derecho a lo imprescindible,  la espera -mínimo un año visto lo visto- entre dimes y diretes sobre el posible candidato, los fastos de la consagración, que imagino suponen un pico a la diócesis, los discursos de buenas intenciones, conocer al nuevo obispo, y a sus vez que el obispo sea conocido… ¡Otra vez!  Al final, la repetición de acontecimientos de este tipo, deja de ser novedad para convertirse en rutina.

He conocido ya muchos obispos en Plasencia: Después del casi eterno Dr. Zarranz y Pueyo (veintisiete años obispo, el último fallecido como obispo de Plasencia y enterrado en su catedral),  el de mis años de seminaristas fue Don Antonio Vilaplana Molina, al que sucedió Don Santiago Martínez Acebes, que me ordenó diácono, y que muy pronto fue promovido a la archidiócesis de Burgos, haciéndose cargo de Plasencia Don Carlos López Hernández; este, que marchó también a Salamanca, dejó la silla pontifical a Don Amadeo Rodríguez Magro, que la cedió al tomar posesión de Jaén al que ahora marcha, de brevísimo pontificado (cuatro años  y cinco meses si no calculo mal) con una pandemia de por medio. Breve, demasiado breve.

Nunca he sido amigo de aquello de desvestir un santo para vestir otro, y no entiendo que haya que “desarmar” una diócesis para “armar” otra. ¿No hay ningún sacerdote en el clero español, cualificado, conciliador, prudente, que hubiera podido asumir la nueva configuración de la mitra salmanticense-mirobrigense?

Respetando y acatando filialmente la autoridad de la Iglesia, como no puede ser de otra manera, pero expresando mi opinión, creo que este ir y venir de obispos contribuye muy poco al prestigio del orden episcopal, y menos aún a la estabilidad de la vida diocesana, en diócesis de por sí ya muy empobrecidas.

Este constante ir y venir de obispos hace que se pierda entre el pueblo fiel la concepción católica de lo que debe ser un obispo: Un padre, un verdadero “patriarca” de su diócesis. 

Es cierto que la “bula papal”, documento redactado en latín y hermosamente caligrafiado,  que determina que un sacerdote sea ordenado obispo para una Iglesia local, da al obispo unos derechos y unas obligaciones, le hace verdadero “administrador” y “cabeza” de esa Iglesia; pero el título de “padre” no viene automáticamente con la “bula”, se lo tiene que ganar a pulso, con los años, viviendo entre su pueblo, formado por el presbiterio, la vida consagrada y los laicos; eso, y solo eso, le granjearan el cariño de todos sus diocesanos, para ser un verdadero obispo-padre-pastor.  Pero cuando no se da “tiempo” suficiente para que esto ocurra, cuando llevan a un obispo de diócesis en diócesis, de “ascenso” en “ascenso”, cuando el episcopado se convierte en una especie de funcionariado eclesiástico, entonces, en igual proporción, mengua la estima del pueblo, que acaba viendo en el obispo una especie de directivo al estilo del mundo empresarial. Y no digamos cuando se deja a una diócesis largo tiempo sin su prelado (casi dos años lleva la vecina de Coria-Cáceres sin él), dando lugar a la impresión que los obispos son una figura prescindible, que al final nadie echa en falta.

Deseo a Don José Luis, en nombre propio y en el de toda esta parroquia de Santa María de Don Benito,  un fecundo pontificado en su nuevo ministerio, que imagino no será fácil, pues Ciudad Rodrigo, que tanto ha reivindicado desde todos los ámbitos sociales -en la iglesia de las periferias- su permanencia como diócesis “normal”, al final no ha sido atendida como le hubiera gustado, y esto le supondrá al obispo una dificultad añadida, que tendrá que suplir con mucha dedicación, mucha paciencia, mucho amor a la cruz,  y mucho cariño. De todo eso él tiene de sobra. Y ojalá que, si Dios quiere y la Sede Apostólica lo considera oportuno, cuente con el “tiempo” necesario para poder llegar a ser un verdadero padre y pastor de sus nuevas diócesis.


Juan Manuel Miguel Sánchez

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