jueves, 30 de julio de 2020

FUNERAL PARROQUIAL POR DON JUAN




En la tarde del miércoles 29 de julio, al cumplirse el novenario de la muerte de Don Juan Bravo Jiménez, hemos celebrado en nuestra parroquia la Santa Misa por el eterno descanso de su alma.
Un nutrido grupo de antiguos feligreses y de amigos de dentro y fuera de Don Benito, completó el aforo que permite el templo. La Santa Misa fue cantada por algunos miembros del coro parroquial, que era la primera vez que intervenía en una celebración desde que se inició el estado de alarma; a ellos hay que agradecerles la solemnidad que pusieron a la liturgia, y el extraordinario ambiente creado durante toda la solemne celebración.
Concelebró en la misa Don Emilio Bravo, hermano del difunto, y párroco también que ha sido de Santa María. Nuestro párroco, que presidio la celebración, dirigió la siguiente homilía:

Hermanos muy queridos en el Corazón de Jesús, esperanza de los que en él mueren y esperan. Y especialmente, muy estimados don Emilio y Rafaela:

Nos congregamos esta tarde, como familia parroquial, para recordar en el altar del Señor a un hombre, al que Dios eligió para ser sacerdote de Jesucristo, y al que durante largos años puso al frente de su familia en esta parroquia de Santa María en Don Benito.

Creo no equivocarme si digo que los que estamos aquí (que no son todos lo que lo hubieran querido a causa de las circunstancias que atravesamos), lo estamos por dos motivos principales:

Primero porque sabemos que es una idea piadosa y santa rezar a Dios por los que han muerto, para que les sean perdonados sus pecados; así nos lo ha dicho el Libro de los Macabeos que acaba de ser proclamado, y así nos lo enseña el catecismo que, recogiendo toda la tradición de las Escrituras, nos recuerda que una obra de misericordia corporal es enterrar a los muertos, y otra, mas noble aún es rogar a Dios por los vivos y los difuntos.

Y segunda razón por la que estamos aquí es la estima y la gratitud hacia quien ha sido pastor y padre espiritual de la parroquia de Santa María desde que a ella llegó en 1975, año que marcó el inicio de una nueva etapa en la historia de España, y también en la andadura pastoral en la parroquia de Santa María. En ella permaneció como párroco hasta 1997, año en que, buscando nuevas formas de servicio y otros horizontes apostólicos, dejó su querida parroquia; con el deseo también – pues así me lo confesó él en alguna ocasión- de   ofrecer al Señor el sacrificio de experimentar la pobreza del que deja sus seguridades, afectos humanos legítimos, estimas y prestigios que a veces nos atan y no nos dejan crecer del todo.

No es, ni debe ser una misa exequial o funeral, como a veces creen algunas personas, un “homenaje” al finado.  La misa no es ningún “homenaje” a nadie, es el sacrificio del Calvario, que se renueva en el altar, y en el que Cristo se ofrece al Padre, como oblación y víctima de suave olor; el único “homenajeado” en una misa es Dios nuestro Señor, el único que merece honor y gloria; así nos lo recuerda la doxología al final de la plegaria eucarística “Por Cristo con él… a Ti Dios Padre Omnipotente… todo honor y toda gloria”. Vivamos asi la Santa Misa.

No debemos caer tampoco, pues así nos lo recuerdan las “prenotandas” del ritual de exequias en el “elogio fúnebre” ni en el “panegírico” de aquel por quien estamos celebrando la misa. ¡No! No es este el sentido de una misa de difuntos.

Nosotros estamos aquí esta tarde para rezar por Don Juan, para encomendarle a la misericordia de Dios; porque él fue, sí, un sacerdote, muy sacerdote, sí, pero un sacerdote es en definitiva un hombre, y como hombre pecador, y como pecador necesitado de la misericordia de Dios; es más, me atrevería a decir que los sacerdotes estamos más necesitados de sufragios que cualquier otro hombre, porque al que mucho se le confió mucha cuenta se le pedirá, y por eso cuanto más alto ha sido el don, más necesaria es la misericordia.

Y no debemos  tampoco nosotros ocupar el lugar de Dios, que es al único que le corresponde juzgar en plenitud. Los juicios hay que dejárselos solo a Dios, porque él es el único que sabe pesar bien en su balanza el valor de una vida, y repartir el premio merecido, porque es el único que ve desde arriba, sin la limitación que ponen en nuestros juicios los horizontes, que no dejan ver más que una parte de las cosas y por eso siempre son tan equivocados. Solo Dios es justo juez.

Nosotros con nuestras oraciones, con la misa sobre todo, que es el mayor de los sufragios que  podemos ofrecer por nuestros difuntos, pedimos al Señor que su misericordia infinita se derrame sobre este hijo suyo,  y que a la oración de la Iglesia, una el valor de sus buenas obras, que son el único bagaje que nos llevaremos de esta vida, y el único título que nos será de utilidad en el mas allá: La vida vivida en la luz del bien, la verdad y la belleza. Y de eso si que  hay mucho en la vida de Don Juan. Todos los que estáis aquí presentes lo podríais ratificar; nos lo recordó Antonio Martín el día del entierro, cuando definió el sacerdocio de Don Juan como “una búsqueda apasionada y bella de la luz”.

Relatar aquí las obras y acciones de Don Juan ni procede, y además excedería los límites que necesariamente tiene que tener la misa y la homilía; pero tomando prestadas las palabras de Antonio, que tan de cerca le conoció y trató, puede resumirse su sacerdocio en una búsqueda constante de lo esencial: Mostrar a Cristo que escucha y acepta nuestras debilidades y perdona siempre, comprender a los hermanos, trabajar por los que nos rodean sin miedo al qué dirán, y todo de la mano de María.

Yo solo quiero añadir una palabra: Ha sido don Juan un hombre fiel, enamorado de su sacerdocio, y seguro del camino que Dios le trazaba, sin volver nunca la vista atrás, que es lo propio de los valientes y de los que se entregan sin fisuras.

Fiel al ministerio que se le confió un lejano día 11 de junio de 1960, cuando era ordenado sacerdote junto con su hermano, nuestro querido Don Emilio.
Y fiel al carisma que se le confió:  Imitar en su vida a Jesucristo su Señor y conformarse con él. Don Juan especialmente ha imitado a Jesucristo en esa faceta del trato con la enfermedad, con el enfermo, con el mundo del sufrimiento, con ese carisma tan suyo, tan peculiar, tan original y propio, que él siempre supo don de Dios y que por eso nunca se guardó para sí.

No podemos alargarnos más, el calor y la incomodidad no es poca. Por eso acabo con unas palabras que a él le vienen como anillo al dedo, y muy bien podrían servir de epitafio de su tumba;  aquellas palabras inspiradas por el Espíritu Santo que el apóstol San Pablo dirige a su querido discípulo Timoteo: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe, por eso me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día”

Descanse en paz Don Juan, le acompañan sus buenas obras, la oración de la Iglesia y el cariño de todo los que le habéis conocido y habéis sido testigos de su vida. Así sea.


Al finalizar la Santa Misa, la parroquia entregó a todos los asistentes una estampa, que al tiempo de clásico recordatorio quiere ser también una súplica al Señor y a la Virgen por el aumento de vocaciones, especialmente en nuestra diócesis, pues tenemos la sensación de que con cada sacerdote que muere, muere también un poco la diócesis, pues no se renueva el presbiterio con nuevos sacerdotes, y una “familia” sin hijos no tiene futuro, es mas, tiene firmada su sentencia de desaparición. ¡Danos Señor, muchos y santos sacerdotes! ¡Que al menos por cada uno que fallezca surja una nueva vocación! ¡Manda Señor operarios a tu mies!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.