En la tarde del miércoles
29 de julio, al cumplirse el novenario de la muerte de Don Juan Bravo Jiménez,
hemos celebrado en nuestra parroquia la Santa Misa por el eterno descanso de su
alma.
Un nutrido grupo de
antiguos feligreses y de amigos de dentro y fuera de Don Benito, completó el
aforo que permite el templo. La Santa Misa fue cantada por algunos miembros del
coro parroquial, que era la primera vez que intervenía en una celebración desde
que se inició el estado de alarma; a ellos hay que agradecerles la solemnidad
que pusieron a la liturgia, y el extraordinario ambiente creado durante toda la
solemne celebración.
Concelebró en la misa Don
Emilio Bravo, hermano del difunto, y párroco también que ha sido de Santa
María. Nuestro párroco, que presidio la celebración, dirigió la siguiente
homilía:
Hermanos muy queridos
en el Corazón de Jesús, esperanza de los que en él mueren y esperan. Y especialmente, muy
estimados don Emilio y Rafaela:
Nos congregamos esta
tarde, como familia parroquial, para recordar en el altar del Señor a un hombre,
al que Dios eligió para ser sacerdote de Jesucristo, y al que durante largos
años puso al frente de su familia en esta parroquia de Santa María en Don
Benito.
Creo no equivocarme si
digo que los que estamos aquí (que no son todos lo que lo hubieran querido a
causa de las circunstancias que atravesamos), lo estamos por dos motivos
principales:
Primero porque sabemos
que es una idea piadosa y santa rezar a Dios por los que han muerto, para que
les sean perdonados sus pecados; así nos lo ha dicho el Libro de los Macabeos
que acaba de ser proclamado, y así nos lo enseña el catecismo que, recogiendo
toda la tradición de las Escrituras, nos recuerda que una obra de misericordia
corporal es enterrar a los muertos, y otra, mas noble aún es rogar a Dios por
los vivos y los difuntos.
Y segunda razón por la
que estamos aquí es la estima y la gratitud hacia quien ha sido pastor y padre
espiritual de la parroquia de Santa María desde que a ella llegó en 1975, año que marcó el inicio de una nueva etapa en la historia de España, y también en la andadura pastoral en la
parroquia de Santa María. En ella permaneció como párroco hasta 1997, año en
que, buscando nuevas formas de servicio y otros horizontes apostólicos, dejó su
querida parroquia; con el deseo también – pues así me lo confesó él en alguna
ocasión- de ofrecer al Señor el
sacrificio de experimentar la pobreza del que deja sus seguridades, afectos
humanos legítimos, estimas y prestigios que a veces nos atan y no nos dejan
crecer del todo.
No es, ni debe ser una
misa exequial o funeral, como a veces creen algunas personas, un “homenaje” al
finado. La misa no es ningún “homenaje”
a nadie, es el sacrificio del Calvario, que se renueva en el altar, y en el que
Cristo se ofrece al Padre, como oblación y víctima de suave olor; el único
“homenajeado” en una misa es Dios nuestro Señor, el único que merece honor y
gloria; así nos lo recuerda la doxología al final de la plegaria eucarística
“Por Cristo con él… a Ti Dios Padre Omnipotente… todo honor y toda gloria”. Vivamos asi la Santa Misa.
No debemos caer
tampoco, pues así nos lo recuerdan las “prenotandas” del ritual de exequias en
el “elogio fúnebre” ni en el “panegírico” de aquel por quien estamos celebrando
la misa. ¡No! No es este el sentido de una misa de difuntos.
Nosotros estamos aquí
esta tarde para rezar por Don Juan, para encomendarle a la misericordia de
Dios; porque él fue, sí, un sacerdote, muy sacerdote, sí, pero un sacerdote es
en definitiva un hombre, y como hombre pecador, y como pecador necesitado de la
misericordia de Dios; es más, me atrevería a decir que los sacerdotes estamos
más necesitados de sufragios que cualquier otro hombre, porque al que mucho se
le confió mucha cuenta se le pedirá, y por eso cuanto más alto ha sido el don,
más necesaria es la misericordia.
Y no debemos tampoco
nosotros ocupar el lugar de Dios, que es al único que le corresponde juzgar en
plenitud. Los juicios hay que dejárselos solo a Dios, porque él es el único que
sabe pesar bien en su balanza el valor de una vida, y repartir el premio
merecido, porque es el único que ve desde arriba, sin la limitación que ponen
en nuestros juicios los horizontes, que no dejan ver más que una parte de las
cosas y por eso siempre son tan equivocados. Solo Dios es justo juez.
Nosotros con nuestras
oraciones, con la misa sobre todo, que es el mayor de los sufragios que podemos ofrecer por nuestros difuntos,
pedimos al Señor que su misericordia infinita se derrame sobre este hijo
suyo, y que a la oración de la Iglesia,
una el valor de sus buenas obras, que son el único bagaje que nos llevaremos de
esta vida, y el único título que nos será de utilidad en el mas allá: La vida
vivida en la luz del bien, la verdad y la belleza. Y de eso si que hay mucho en la vida de Don Juan. Todos los que estáis aquí
presentes lo podríais ratificar; nos lo recordó Antonio Martín el día del
entierro, cuando definió el sacerdocio de Don Juan como “una búsqueda
apasionada y bella de la luz”.
Relatar aquí las obras
y acciones de Don Juan ni procede, y además excedería los límites que
necesariamente tiene que tener la misa y la homilía; pero tomando prestadas
las palabras de Antonio, que tan de cerca le conoció y trató, puede resumirse
su sacerdocio en una búsqueda constante de lo esencial: Mostrar a Cristo que
escucha y acepta nuestras debilidades y perdona siempre, comprender a los
hermanos, trabajar por los que nos rodean sin miedo al qué dirán, y todo de la
mano de María.
Yo solo quiero añadir
una palabra: Ha sido don Juan un hombre fiel, enamorado de su sacerdocio, y
seguro del camino que Dios le trazaba, sin volver nunca la vista atrás, que es
lo propio de los valientes y de los que se entregan sin fisuras.
Fiel al ministerio que
se le confió un lejano día 11 de junio de 1960, cuando era ordenado sacerdote
junto con su hermano, nuestro querido Don Emilio.
Y fiel al carisma que
se le confió: Imitar en su vida a
Jesucristo su Señor y conformarse con él. Don Juan especialmente ha imitado a
Jesucristo en esa faceta del trato con la enfermedad, con el enfermo, con el
mundo del sufrimiento, con ese carisma tan suyo, tan peculiar, tan original y
propio, que él siempre supo don de Dios y que por eso nunca se guardó para sí.
No podemos alargarnos
más, el calor y la incomodidad no es poca. Por eso acabo con unas palabras que a él le vienen como anillo al dedo, y muy bien podrían servir de
epitafio de su tumba; aquellas palabras inspiradas por el Espíritu Santo que el
apóstol San Pablo dirige a su querido discípulo Timoteo: “He combatido el noble
combate, he acabado la carrera, he conservado la fe, por eso me está reservada
la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día”
Descanse en paz Don
Juan, le acompañan sus buenas obras, la oración de la Iglesia y el cariño de
todo los que le habéis conocido y habéis sido testigos de su vida. Así sea.
Al finalizar la Santa
Misa, la parroquia entregó a todos los asistentes una estampa, que al tiempo de
clásico recordatorio quiere ser también una súplica al Señor y a la Virgen por
el aumento de vocaciones, especialmente en nuestra diócesis, pues tenemos la
sensación de que con cada sacerdote que muere, muere también un poco la
diócesis, pues no se renueva el presbiterio con nuevos sacerdotes, y una
“familia” sin hijos no tiene futuro, es mas, tiene firmada su sentencia de
desaparición. ¡Danos Señor, muchos y santos sacerdotes! ¡Que al menos por cada
uno que fallezca surja una nueva vocación! ¡Manda Señor operarios a tu mies!
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