Nací en la madrugada de
un día el Carmen de hace ya muchos años, en una maravillosa ciudad, histórica y
monumental por los cuatro costados, tan es así que se ha dicho de ella que
“no puede escribirse la historia de España, ni de Europa, ni del mundo, sin
citar una y muchas veces su nombre”.
Ciudad también levítica y
monacal en la que, cuando yo era niño, las parroquias eran dos –herederas de las
seis que hubo y que desaparecieron en el curso delos siglos-, cada una con su
propia idiosincrasia y clero abundante; a la religiosidad vivida en las
parroquias se unía la de los cuatro conventos de clausura –que aún permanecen-
entonces con muchas monjas y cada uno con su capellán. Formaban estos
conventos parte tan importante del entramado social de la ciudad que no había
en aquellos años familia que por "h o por b" no estuviera relacionada con
alguno de ellos, y eso a pesar de ser las clausuras de entonces mucho más estrictas
que ahora en que las rejas de coros y locutorios son movibles, han desaparecido
celosías y velos, y por falta de personal auxiliar exterior las monjas “de
clausura” tienen que salir a casi todo y es frecuente encontrarte con ellas por
la calle.
Por esta floración de
parroquias, clero y comunidades religiosas eran abundantes los cultos y devociones.
A las propiamente parroquiales se unían las celebraciones monacales,
especialmente las de N.P. Santo Domingo en las Dominicas o la del Seráfico Padre
en San Pedro, las de la Inmaculada en las Concepcionistas o Ntra. Sra. de
Guadalupe en las Jerónimas; eran fiestas todas ellas piadosas y devotas, con más
o menos el mismo esquema, pero con una característica que distinguía unas de
otras y las hacia, si cabe, más religiosas, más piadosas, más devotas y, diría
yo, más profundas y más de Dios, me estoy refiriendo a la exposición o “manifiesto” del Santísimo Sacramento todo el día de la
fiesta, desde la misa de la mañana, hasta
el ejercicio piadoso de la tarde que terminaba con la bendición y la reserva.
Esto ocurría por ejemplo el día de la Asunción en la maravillosa iglesia matriz
de Santa María la Mayor, o el primer domingo de mayo, en la recoleta y querida
ermita de San Lázaro para celebrar al Stmo. Cristo de la Salud de tan antigua y
arraigada devoción, y lo mismo pasaba en las fiestas principales de los cuatro
conventos.
Me vienen todos estos
recuerdos a la memoria y al corazón, después de celebrar hace pocos días en el
convento de Carmelitas Descalzas de Don Benito, del que soy hace años capellán,
la fiesta de la Virgen del Carmen “a la antigua usanza”, es decir con la exposición
del Stmo. Sacramento desde la Santa Misa matutina hasta los cultos vespertinos.
Hay que felicitar a las
MM. Carmelitas de Don Benito por mantenerse fieles a su carisma y a sus
tradiciones, y por dar la oportunidad a mucha gente de poder celebrar la fiesta
de la Virgen del Carmen con hondura y espiritualidad, y por ofrecer su iglesia
como remanso de paz ungido de oraciones para adorar la presencia misteriosa del
Señor en la Eucaristía, bajo la mirada atenta del Cristo "de Marcelino” y de la Virgen de Carmen, que nos muestra en
una mano a su Hijo Jesús, y en la otra nos tiende el áncora segura de salvación
que es su Santo Escapulario.
Doy gracias a Dios por la
novena y fiesta del presente año y, en nombre de las M.M. Carmelitas como su capellán, también al Sr. Obispo de la diócesis que ofició la novena la mañana del domingo día
trece, a todos los sacerdotes que han participado dando lo mejor de ellos mismo
para contribuir a la solemnidad y esplendor de estos cultos anuales y manifestar
su cariño a la queridísima comunidad de carmelitas; e igualmente a todas las
personas devotas que gozan cada año honrando y ensalzando a la Virgen del Carmen
y vistiendo su Escapulario. Dios se lo pague a todos y que la Virgen nos conceda, si nos conviene, celebrar al año que viene de nuevo su fiesta con salud y alegría.
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